viernes, 18 de enero de 2013

Elogio de la Contradicción


Elogio de la Contradicción



Enrique G. Herrscher





Dilemas y tensiones



¡Qué bueno sería vivir en un mundo sin contradicciones! O blanco o negro, no ambos al mismo tiempo, ni tampoco gris (que no es lo mismo). Donde resulte fácil tomar partido, pues los buenos están de un lado y los malos del otro. Pero cuando salimos de la infancia (cada vez más corta) vemos que no es así: está todo mezclado.



He aquí la primera contradicción (verdadera meta-contradicción : la contradicción acerca de las contradicciones): ¿sería realmente mejor la vida sin contradicciones? ¿Más aburrida, pero más cómoda? ¿Con decisiones tan fáciles que podrían programarse como reacciones a cargo de robots, sin el motor vital de los dilemas que requieren respuesta humana? ¿Un mundo estático con opiniones uniformes, en lugar de la dinámica de la variedad y la riqueza de la diversidad? Queda clara nuestra preferencia, pero también las dos caras de la moneda.



La complejidad que vemos y vivimos a diario convierte esas preguntas en una discusión bizantina: lo queramos o no, lo admitamos o no, las contradicciones están. A lo sumo podemos tener la eterna duda epistemológica (compartiéndola con cualquier sistema que observemos) de si esas contradicciones realmente “están” ahí afuera o si lo que “está” es nuestra percepción de ellas. Para nuestro objetivo hoy, es indistinto: “consideremos que están”. Y para adentrarnos en la materia describiremos algunas que nos parecen relevantes.



Lo que estimamos menos bizantino es determinar, no ya si las contradicciones son “buenas” (o sea, si son compatibles con nuestra escala de valores) sino si aceptarlas resulta útil (o sea, eficaz para la acción). Se trata del caso particular de una duda más general que tenemos muchos sistemistas (y que a otros molesta sobremanera): de si pensar sistémicamente, vale decir en términos de complejidad, de causalidad múltiple, de efectos indirectos, de realimentación y -precisamente- de contradicciones, no estará debilitando nuestra aptitud para actuar frente a tal realidad compleja. ¡Otra meta-contradicción!



Por nuestra parte, debemos admitir que “hay algo de eso”. Si se nos permite la expresión algo burda, “los ‘no sistémicos’ van más directo al grano, sin tantas vueltas”. El problema es que en esas “vueltas” podrá estar la clave de que no era esa la acción que había que tomar, o no de esa manera, o no sin considerar efectos colaterales que debían evitarse. Por lo tanto, esta tensión entre reflexión y acción no debe conducir a debilitar aquella ni a paralizar ésta. Nuevamente queda clara nuestra preferencia, pero también el necesario equilibrio a tener en cuenta.





Eficiencia y eficacia, corto y largo plazo, foco o panorámica, estabilidad o cambio



El bien conocido distingo entre eficiencia y eficacia implica siempre un homenaje a Peter Drucker, que decía que más importante que hacer las cosas bien, es saber bien qué cosas hacer, así como a Russell L. Ackoff, que decía que cuanto mejor hagamos algo que no debía ser hecho, peor. Ambas recomendaciones, valiosísimas, se acoplan a lo dicho en el párrafo anterior: generalmente es más la eficacia que la eficiencia la que puede resentirse si “saltamos a la acción” sin antes ver “el gran cuadro” de una situación compleja. Sin embargo, este distingo entre eficiencia y eficacia no siempre es tan preciso ni tan relevante como pareciera: bien sabemos que muchas veces el “cómo” avanza sobre el “qué”, y ambos suelen ser inseparables, como bien postulara Henry Mintzberg. De modo que tenemos aquí dos contradicciones: (a) no tanto entre eficiencia y eficacia, sino entre poder separarlos nítidamente o no; y (b) entre saber aplicar una y otra según dónde corresponda o borrar una de las dos sin más. En esta segunda cuestión, nos inclinamos por una combinación algo más sutil: seamos eficaces mayormente al decidir qué hacer, y eficientes mayormente al hacerlo, pero sabiendo cuán unidos están ambos lados de la moneda.



Análogamente aparece la antinomia entre corto y largo plazo. Cierto es que el proverbial cortoplacismo es nefasto tanto entre gran parte de nuestros políticos como entre gran parte de nuestros empresarios, pero también que “en el largo plazo estamos todos muertos”, como decía Lord Keynes. Cuando abundan los recursos (rara vez lo hacen) no es difícil cuidar ambos flancos, pero cuando los mismos escasean es cuando más hay que privilegiar el “y” por sobre el “o”, como aconseja Jamshid Gharajedaghi, así como -nuevamente- saber qué aplicar en cada caso. Para ello ayudará distinguir lo normativo y lo estratégico por un lado, mayormente orientados al largo plazo, y lo operativo por el otro , principalmente enfocado al corto plazo. Sin embargo, tanto en la asignación de recursos como en cuestión de cultura y actitud mental, nunca se eliminará del todo la contradicción entre el hoy y el mañana, ni la interrelación entre ambos.



Otra contradicción: muchos libros de Marketing dicen: ¡foco, concentrarse en la ventaja competitiva, quien mucho abarca poco aprieta! Muchos libros de Sistémica dicen: ¡visión amplia, mirar alrededor, ver el contexto! Esta antinomia entre teleobjetivo y gran angular, para expresarlo en términos fotográficos, está en la raíz de la mayoría de las grandes opciones estratégicas, aún con todas sus mezclas o alternativas intermedias. A veces, las ventajas están claramente de un lado, otras veces en una combinación ganadora de los dos lados. En ocasiones parecen opciones irreductibles, sin margen para el “y”. Es entonces cuando debemos “amigarnos” con la contradicción, y tratar de ver las oportunidades en toda su contradictoria complejidad.



Como caso particular de contraposición foco estrecho - panorama amplio, traemos a colación, si se nos permite el atrevimiento, el nombre mismo de esta Revista. Cierto es que el 20% de nuestros clientes suele generar el 80% de nuestros negocios; y que el 20% de los elementos de una situación cualquiera suele ser responsable del 80% del resultado. Pero: ¿no será también importante ver “qué pasa” con ese 80% de la clientela, y cómo hacer para que también sea rentable? ¿Podrá estar, entre aquel 80% de elementos aparentemente menos importantes, “la piedra que, desechada por los arquitectos, resulta ser la clave del ángulo”, como decía Víctor Hugo?



También “cambio y no cambio” parecen opuestos irreconciliables. ¡Pero cuántas veces el “no cambio” sucede al “cambio” como secuencia casi automática! Es el caso del “cambiador” que se siente cómodo o aún se enamora de la nueva situación y dice: “ya llegamos, ya obtuvimos la situación que queríamos, no la toquen más”. La verdadera disyuntiva, en esta época en la que el cambio es inevitable, es entonces si, tras un cambio efectuado, “seguimos cambiando” o no. Ello dependerá en cada caso: (a) de si aquel cambio fue exitoso o fracasó, si alcanzó o no sus objetivos; (b) de si se trataba tan sólo de una etapa o bien de un proyecto completo; y (c) de la auténtica contradicción: entre la actitud del cambio permanente y la del cambio como necesidad.



Lo primero responde a la postura maximalista, con todas las ventajas de una cosmovisión dinámica, pero tiene el peligro del “vendaval continuo”, sin raíces estables que mantengan cierta continuidad. Lo segundo responde no tanto a una postura minimalista sino más bien al criterio de adecuarse a las circunstancias y de evitar “el cambio como dogma”. Tiene la ventaja de preservar ciertos valores que no debieran cambiar (la famosa frase de Humberto Maturana: “lo importante del cambio es lo que queda igual”). Si nos inclinamos por el cambio “cuando conviene cambiar, no porque sí”, es fundamentalmente por dos razones: (a) el mantenimiento de ciertos valores hace a la legitimidad de toda organización ; y (b) dicho mantenimiento de valores facilita la construcción de la identidad. Ello sin desmedro de evitar el peligro del “inmovilismo post cambio” a que hicimos referencia. Vale decir: de nuevo, preferencia por una cara de la moneda sin desatender la otra.





Esencia y estructura, interés individual y social, neutralidad y compromiso



Solemos confundir la esencia y función de un sistema con su estructura material y operativa. Con cierta libertad en el uso de los términos, llamaremos aquí “estructura” a los aspectos “duros” de las organizaciones y demás sistemas sociales: sus bienes materiales (edificios, equipamientos, mercaderías, etc.), pero también sus créditos y demás derechos, sus estructuras jerárquicas, sus procesos, procedimientos y tecnologías en uso -en síntesis: “su anatomía y fisiología”. En cambio, denominaremos “esencia” a su razón de ser, al fundamento de su legitimidad, a su propósito y función, a lo que las hace importantes y útiles a sus creadores, a sus integrantes y a la sociedad.



Se trata de dos nociones no fáciles de verbalizar. Quien lo logró con los bellos trazos de la ficción fue Robert Pirsig, en su incomparable “Zen y el arte del mantenimiento de las motocicletas” , cuando distingue “el edificio de la Iglesia” de “la verdadera Iglesia”, cuando rescata la “verdadera universidad”, suerte de “templo del saber, la gran herencia de los saberes racionales”, distinta de la entidad legal que administra fondos, paga salarios y utiliza edificios y equipos ubicados en una determinada localización y que, “lamentablemente, se llama igual”.



Al pasar de instituciones con finalidades trascendentes, como iglesias o universidades, a entidades más “prosaicas” como ser una empresa, aquel distingo no es menos aplicable: vale al respecto recordar los frecuentes argumentos que vinculan el éxito de algunas empresas con una cierta “esencia” que hace a su identidad e imagen. O sea que la dicotomía ya no es la de “estructura versus estrategia”, como en tiempos de C. L. Schannon, sino la de “estructura y estrategia”, mutuamente vinculadas e inseparables (como bien señalara Henry Mintzberg) frente a la “esencia”, propósito último de toda organización.



La prevalencia de los temas de estructura por sobre los de esencia constituyen seguramente una de las raíces de nuestros problemas con la educación en las ciencias económicas. Formamos profesionales, directivos y emprendedores mayormente para manejar estructuras: el qué y el cómo en las organizaciones y procesos, mientras en gran medida descuidamos el por qué y el para qué de esas mismas organizaciones y procesos. No nos sorprendamos entonces si de las aulas salen actores económicos expertos en toda clase de instrumentos pero no en las consecuencias ulteriores -sociales, ecológicas y aún económicas de largo plazo- de sus actos.



Hay preguntas como las que hacía Jürgen Habermas: ¿Quién es el “dueño” del sistema? ¿A quien sirve su diseño y funcionamiento? ¿Cuál es “el revés de la trama” de cualquier sistema observado? Son cruciales para quienes enseñamos, asesoramos o tenemos responsabilidades directivas en la administración de organizaciones, sean empresas con fines de lucro u otras. ¿Servimos a intereses particulares (el citado fin de lucro, legítimo mientras no se demuestre lo contrario, pero individual al fin) y al mismo tiempo al interés de la comunidad (al crear puestos de trabajo y generar valor: bienes o servicios para los cuales hay demanda)? ¿O va lo uno en detrimento de lo otro? La “mano invisible” que decía Adam Smith señalaba lo primero, pero hoy sabemos que los mercados, esencialmente imperfectos, raramente permiten suponer “automáticamente” tal feliz conjunción.



La cuestión va mucho más allá de lo que normalmente se entiende por ética de los negocios, con todo lo crítico que es dicho tema. Todo actor económico socialmente responsable enfrenta diariamente este desafío: verificar en determinado caso si realmente se da esta combinación de “suma positiva” entre el interés particular y el colectivo, o si por el contrario aquel es a expensas de éste en un esquema de “suma cero”. Se abre camino un nuevo concepto: “los negocios se justifican si contribuyen a cumplir un fin social” dice Eduardo Dalmasso . Por eso se habló, en un reciente Foro Mundial , de “eticonomía”, así como existe desde hace años una entidad de “socioeconomía” : se trata de superar la contradicción entre dos orientaciones uniéndolas incluso a través de estos neologismos que combinan disciplinas que nunca debieron estar separadas, como la ética y la economía, o como la economía y la sociología.



La discusión precedente tiene, para científicos y profesionales, un trasfondo aún más amplio: ¿tratamos de ser “observadores neutrales”, analizando lo más objetivamente posible la realidad, o “nos importa” esa realidad, y asumimos ciertos compromisos en función de lo que observamos? En el primer caso está el investigador que no toma partido: deja que esto lo haga quien recibe las conclusiones de la investigación. En el segundo, esas conclusiones apuntan con energía a provocar o evitar algo, pueden tener acento de denuncia, o llegar a la “investigación-acción” , en la que ciencia y acción correctiva están íntimamente conectados.





La complejidad, los modelos, las partes y el todo



Abordamos ahora no ya el enfoque sistémico de las contradicciones, sino las contradicciones del enfoque sistémico mismo. Y comenzamos con “la dialógica entre lo simple y lo complejo”, tal como señalaba Edgar Morin en el Nº 1 de esta Revista.



La complejidad es una de las piezas claves del pensamiento sistémico al que nos referimos en este apartado. Es lógico que definir la complejidad sea un asunto complejo. A modo de simplificación, digamos que lo complejo de un sistema responde mayormente a tres características:



• significativa cantidad y diversidad de variables o subsistemas

• múltiple interrelación y retroalimentación entre dichas variables

• apreciable distancia en tiempo y espacio entre causa y efecto



Quizás el lector haya descubierto en las palabras precedentes una de las contradicciones más curiosas del enfoque sistémico: ¡para definir algo complejo, lo simplificamos! ¿Es entonces la complejidad un “estado transitorio”, que cesa cuando le aplicamos nuestras herramientas simplificadoras? Creemos que no: la complejidad que nos rodea por doquier, sintética pero claramente definida a través de las tres características anotadas, parece demasiado robusta para que desaparezca por nuestro simple esfuerzo mental.



Lo que sucede es que, si bien no podemos eliminar la complejidad, tratamos de comprenderla y de actuar sobre ella, y para eso debemos intentar simplificarla. En esto reside el gran desafío, la suprema contradicción, en cierto modo el objetivo esencial del pensamiento sistémico: apartar las malezas para mejor observar las plantas que nos interesan, pero cuidando de volver luego las malezas a su lugar, pues son también parte de ese lugar. Es lo que, mediante otra metáfora, popularizaba Gregory Bateson citando el famoso dicho: “el mapa no es el territorio”.



Nuestro “mapa” preferido, herramienta simplificadora por excelencia, es el modelo, otra de las piezas clave del enfoque sistémico, particularmente los modelos que muestran la dinámica de los sistemas. ¿Podemos representar fenómenos complejos mediante la modelización y así comprenderlos mejor y actuar sobre ellos? La respuesta la dio recientemente Tim F. H. Allen: “frente a la complejidad, los modelos (....) constriñen el foco, de modo que el significado queda finalmente eliminado”. El remedio está en complementar el modelo con la narrativa: una narración que rescate la esencia de una situación social siempre compleja. Esto nos ayudará -aunque sea en parte- a convivir con aquella otra suprema contradicción que nos persigue a quienes trabajamos con modelos, expresada con la atinada frase cuyo autor no hemos podido rastrear: “son los instrumentos más maravillosos que existen, con tal de no creer en ellos”.



El enfoque sistémico enfrenta la mencionada complejidad mediante una concepción holística de la realidad, que consiste básicamente en pasar de un pensar analítico a uno sintético : dejar de creer que cuando se terminó de entender las partes se comprendió el todo. Focalizar la integridad de cualquier sistema, el “todo”, no significa empero desatender las “partes”que lo constituyen: por el contrario, se trata también de comprenderlas, pero no como “partes aisladas” sino en relación unas con otras, en su vinculación con el todo y en su interrelación con el contexto. En consecuencia, la integración de las partes en función del todo encarna el aspecto central del enfoque sistémico.



Sin embargo, falta resolver el delicado equilibrio entre la identidad de cada parte y su pertenencia al todo. Aparece aquí una frecuente brecha entre el “es” y el “deber ser”. Lejos de funcionar integrados y en armonía, la realidad de gran parte de los sistemas sociales muestra, cuando menos, un alto nivel de tensión, y cuando más, un grado de conflicto que amenaza la misma viabilidad del sistema en cuestión. La contradicción está entonces, por un lado, entre lo que debe ser y lo que es, pero por otro lado, aún en situaciones no patológicas, entre el deseo de independencia, autogestión y autorrealización de las partes y la necesidad de afirmación de la integridad del todo: el “costo de la pertenencia”.



Sabemos que esta inevitable tensión es lo que distingue a los sistemas sociales tanto de los mecánicos (los artefactos) como de los biológicos (los seres vivientes), en los cuales las partes no tienen voluntad propia, pero no siempre apreciamos su implicancia. Alguna vez dijimos que no basta entender la complejidad de las relaciones entre las partes y el todo: si un sistema ha de funcionar como tal, hace falta que “la parte” ceda algo de su ansia de independencia, y que el “todo” ceda algo de su poder central.



En consecuencia, si nos trasladamos de un enfoque ideal a otro más realista, cargado de posturas e intereses contrapuestos (tanto los legítimos como los objetables) pero al mismo tiempo esperanzado, intentando dejar a nuestros hijos un mundo mejor, debemos promover desde la sistémica la necesidad de una cierta generosidad, de sacrificar posturas extremas, de “escuchar al otro”. Por eso aventuramos en aquella ocasión que la ciencia de los sistemas es la ciencia del diálogo. ¡Bienvenido el diálogo si logra evitar aunque sea una sóla guerra!





Conclusión



¿Eficiencia o eficacia? ¿Corto o largo plazo? ¿Visión estrecha o amplia? ¿Cambio continuo o estabilidad tras el cambio? ¿Estructura o esencia? ¿Suma cero o suma positiva? ¿Interés individual o colectivo? ¿Observador neutral o comprometido? ¿Simplificar la complejidad o aceptarla? ¿Modelo o narración? ¿Análisis o síntesis? ¿Las partes o el todo? Estas antinomias: ¿son siempre polos opuestos o pueden llegar a ser complementarios? Aún en lo que conservan de contradictorio: ¿son irremediablemente excluyentes, o son -a un nivel superior- subsistemas de un sistema mayor? ¿Son estas contradicciones “el enemigo” o nos conviene “amigarnos” con ellas? ¿Es ello importante en el aquí y ahora?



Postulamos que para cualquiera que actúe en una organización, o que pueda incidir positiva o negativamente sobre el medio ambiente (y que de todos modos será afectado por él), o que integre, quiera o no, un sistema político -o sea ¡TODOS!- el tema es crucial. De modo que más nos vale aprender a convivir con la contradicción, a ver las dos caras de la misma moneda, a comprender lo relativo de las situaciones sin sacrificar lo absoluto de los valores.



Este es, básicamente, uno de los aspectos del aprendizaje que proponía Edgar Morin. Es, sin desmedro de la lectoescritura y de las matemáticas, en lo que los maestros de los ciclos inferiores debieran estar capacitándose, si no queremos para las generaciones futuras que se eternice e incremente la violencia, la intolerancia, los fundamentalismos. Pero tampoco podemos esperar 30 años a que las actuales cohortes de la escuela primaria alcancen la madurez. Es hoy más urgente que nunca que aprendamos a combinar la preferencia por una de las caras de la moneda con la comprensión de la otra cara.



Ello no debiera debilitar la postura que, en función de nuestros valores, queramos hacer prevalecer, pero asegurará que no nos enredemos en conflictos insolubles y en dicotomías irreconciliables. Ignorar “la otra cara” es ignorar la complejidad del mundo actual y de sus problemas. Por caso, es preciso entender las “razones razonables” así como las “exageraciones”, tanto del Gobierno Central como las de las Provincias, si queremos tener alguna vez una mejor ley de coparticipación. Escuchar tanto al empleado al que no le alcanza el sueldo como al empleador que mira sus cuentas, si queremos tener una economía con más ocupación y menos inequidad.



No se trata de “perdonar todo”. Por el contrario: más vale que tengamos posiciones firmes. Pero recién después de “haber escuchado al otro” . Después de haber aceptado la complejidad, de haber trascendido el infantil “blanco o negro”, de haber comprendido -si se nos permite un nuevo “uso” del nombre de esta Revista- que nunca tendremos más del 80% de razón, y que por lo menos el 20% lo tendrá el otro.



¿A qué llamamos entonces “contradicción”? A que, cuando nos inclinemos por uno de los términos de una disyuntiva, a veces debamos decir “si, pero...”. A que nuestra firme postura para un lado de los grandes dilemas que enfrentemos, frecuentemente deba incorporar el reconocimiento de que algo de valor tiene el lado contrario. A que, a partir de la defensa de valores absolutos, muchas veces las propuestas concretas deben ser relativas. De ese modo, la contradicción se constituye en un ejercicio de humildad, en una vacuna contra el fanatismo, en una garantía de convivencia.



En conclusión, donde el Diccionario de la Real Academia Española define “contradicción” como “afirmación y negación que se oponen una a otra y recíprocamente se destruyen”, sugerimos respetuosamente agregar: “mientras que, en otras ocasiones, coexisten, se complementan y aún se fortalecen”. O, como dice Stafford Beer : “en el metanivel, todo par de contradicciones son una sóla cosa”. /